Bad NYC movies es un blog sobre cine del malo con el que mantengo una relación de admiración-envidia, básicamente porque no lo he escrito yo. Solución: conseguir que su autora, Ana Crespo, colabore con PMB con un post invitado que examina lo peorcito del género musical. Canela fina para el verano:
El 6 de octubre de 1927 se estrenó en Nueva York El cantor de Jazz, la primera película sonora de la historia. Este avance cambió totalmente el mundo del cine y nos ha permitido disfrutar de películas magníficas. Sin embargo, la sinergia entre imagen y sonido estaba destinada a producir también numerosos horrores en forma de películas musicales.
El 6 de octubre de 1927 se estrenó en Nueva York El cantor de Jazz, la primera película sonora de la historia. Este avance cambió totalmente el mundo del cine y nos ha permitido disfrutar de películas magníficas. Sin embargo, la sinergia entre imagen y sonido estaba destinada a producir también numerosos horrores en forma de películas musicales.
Imagen de un pijama de El cantor de Jazz en una tienda de Alaquàs, cuna del FRA y meca de los hipsters de l'Horta Oest |
El musical no ha gozado nunca de buena reputación. No es de extrañar, ya que tradicionalmente ha sido un género ligero, con canciones y coreografías bonitas muy del gusto del momento en el que se rodaron. Las películas que perduran suelen apelar a sentimientos universales que las hacen disfrutables décadas más tarde. El cine musical, con su superficialidad, suele envejecer bastante mal. Un buen ejemplo de ello es Gigi. En 1958 se llevó 9 óscars, incluyendo el de mejor película, totalmente inmerecido. Es una cinta aburrida, pesada y cursi, cuyo momento más memorable es una canción en la que Maurice Chevalier hace una suerte de apología de la pederastia y le da gracias a Dios por las niñas pequeñas.
No solo las canciones o las películas envejecen mal.
También sus galanes protagonistas. Como hoy en día, el éxito de una película
dependía en buena parte de los nombres del cartel. Maurice Chevalier y Fred
Astaire eran nombres que atraían al público. Pero a finales de los años 50 ya
estaban muy mayores. En Gigi Chevalier tenía la decencia de no hacer de
galán como Astaire en Funny Face, en la que interpreta a un fotógrafo tunante
que descubre a una joven modelo interpretada por Audrey Hepburn, a la que le
saca 30 años. La joven, que es una seria bibliotecaria, tiene un breve momento
beatnik para convertirse luego en modelo y finalmente en la novia perfecta, que
es a lo que todas aspiramos en el fondo.
Los musicales, tradicionalmente vacíos, puede que muestren
y refuercen valores caducos mejor que ningún otro tipo de películas.
Constituyen por tanto un género perfecto para subvertir. Uno de los máximos
exponentes de subversión musical es sin duda The Rocky Horror Picture Show, una
gozosa película que homenajea a la ciencia ficción de serie B y se burla de la
pareja, de la familia y de la sexualidad tradicionales.
He de confesar que tengo debilidad por el atrevimiento de estos musicales
outsiders, que aunque no siempre funcionen bien del todo cinematográficamente,
sí que suelen dejar algunas melodías y coreografías memorables. Es el caso del
musical canadiense Zero Patience, sobre la teoría de que el sida lo introdujo
en Norteamérica un homosexual francófono de Québec. Tiene temas como Pop a
boner, una forma muy gráfica en inglés de decir “Se te pone dura”,
interpretado por hombres semidesnudos bailando en una sauna gay.
Ya que hablamos de penes y de musicales outsiders, este post
no puede estar completo sin mencionar la planta prepucio de Little Shop of
Horrors, una película muy entretenida y recomendable a pesar de su dudoso gusto
al tratar la violencia de género.
Si algo tienen en común la mayoría de musicales es que son
películas diseñadas en gran medida para ganar dinero. En algunos círculos
cinéfilos se ven con malos ojos las películas hechas con este fin, pero yo no
comparto esa opinión: el sucio lucro me parece un motivo muy válido para rodar
películas, y muchos ejemplos clásicos se rodaron precisamente para ganar
dinero. Pero aunque sea un motivo válido, nunca debería ser el único, ya que
luego se producen películas como Mamma Mia.
En ésta, una señora interpretada por Meryl Streep vive con
su hija una fantastic life en una idílica isla griega. La hija se va a
casar y quiere conocer a su padre biológico, pero su madre, que fue un poco
casquivana en sus años mozos, no sabe quién es. La joven invita a los tres
hombres con los que su madre se acostaba por entonces, interpretados por Colin
Firth, Pierce Brosnan y Stellan Skarsgård. Aunque confieso que la disfruté como
un cochinillo revolcándose en el barro, es una película en la que la dejadez y
la desvergüenza campan a sus anchas en el argumento, los diálogos, las
actuaciones y lo que es imperdonable en un musical: en las canciones, la
coreografía y en el dudoso talento para cantar de algunos actores. Estoy
hablando de ti, Pierce Brosnan.
La presencia de Streep no me sorprende mucho, debido al
público al que se dirige la película, formado principalmente por mujeres de su
edad. Tampoco me sorprende ya que Skarsgård esté por ahí, ya que salía en dos
de las peores películas que he tenido la desgracia de ver en mi vida: El
Indomable Will Hunting y Piratas del Caribe 3. Pero... un momento. Si
Stellan sale en este musical y es el actor fetiche de Lars Von Trier, ¿por qué
no estaba en Dancer in the Dark, el musical gafapasta que Von Trier hizo con
Bjork para trolear a crítica y público? Me gusta imaginar que tuvieron una
conversación similar a la que sigue:
- Stellan, me dijiste que no sabías cantar y que por eso no
podías salir en Dancer in the Dark.
- ¿Has visto la película? Es obvio que no sé cantar. Pero
necesito dinero para la hipoteca y la universidad de mis hijos. Si me pagaras lo que
me corresponde no tendría que salir en Mamma Mia o Piratas del Caribe 3.
- Eres un desagradecido. El papel de Antichrista se lo voy a
dar a Wilhem Dafoe.
- ¡¿Qué?!
Vi Dancer in the Dark durante mi adolescencia, cuando
empezaba a formarme una opinión cinéfila. Por aquel entonces vi otro de los
raros musicales dramáticos de la historia del cine, West Side Story. Ambas me encantaron. Recuerdo que pensé que a
veces sería fantástico que la vida fuera un musical y que en determinados
momentos pudiéramos expresar nuestros sentimientos con una canción, con
acompañamiento musical y coreografía. No me he atrevido a revisionar por
completo ni Dancer in the Dark ni West Side Story, por miedo a que la primera
me parezca ahora demasiado machista y la segunda demasiado kitsch, pero lo de
la vida y los musicales lo mantengo, y algo me dice que no soy la única que piensa así.
Expresar amor, frustración o tristeza, a veces tan difícil,
sería mucho más sencillo. Otras actividades más o menos cotidianas, como ligar,
serían mucho más entretenidas. Sueño con que llegue un día en el que alguien me
pida mi número cantándome el Call me Maybe de Carly Rae Jepsen. Desde este blog
lo digo, no le prometo una lap dance à la Death Proof,
pero mi móvil se lo doy seguro. Y mi número también.
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